La muerte de Bin Laden, por Noam Chomsky
El 1 de mayo, de 2011, mataron a Osama bin Laden en su apenas protegido complejo residencial, en una misión de asalto de 79 Navy Seals, que entraron en helicóptero en Pakistán. Después de que el gobierno nos diera muchas historias escabrosas y las retirase, los informes oficiales dejaban cada vez más claro que la operación fue un asesinato planeado, violando de manera múltiple normas elementales del derecho internacional, empezando por la invasión en sí misma. No parece que haya habido intento alguno de aprehender a la víctima desarmada, como presumiblemente podrían haber hecho 79 comandos que no encontraron oposición – excepto según informan ellos mismos, por parte de su esposa, también desarmada, a quien dispararon en defensa propia cuando ella se “abalanzó” sobre ellos (según la Casa Blanca).
Una plausible reconstrucción de los sucesos nos la ofrece el veterano corresponsal de Oriente Medio Yochi Dreazen y sus colegas de The Atlantic (http://www.theatlantic.com/politics/archive/2011/05/goal-was-never-to-capture-bin-laden/238330/). Dreazen, antiguo corresponsal militar para el Wall Street Journal, es el principal corresponsal del National Journal Group para el que cubre asuntos militares y de seguridad nacional. Según su investigación, los planes de la Casa Blanca no parecían haber considerado la opción de capturar a Osama bin Laden vivo: “La administración le había dejado claro a los militares del comando clandestino de Operaciones Especiales Conjuntas que querían a bin Laden muerto, según un alto funcionario de EEUU con conocimiento de las discusiones. Un funcionario militar de alto rango que informó del asalto dijo que los SEAL sabían que su misión no era traerle vivo.”
Los autores añadieron: “Para muchos del Pentágono y de la Agencia Central de Inteligencia que se habían pasado casi una década buscando a bin Laden, matar al combatiente era un acto de venganza justo y necesario.” Además, “Capturar a bin Laden vivo le habría traído a la administración un conjunto de retos legales y políticos un tanto irritantes.” Mejor, por tanto, asesinarle, lanzar su cuerpo al mar sin una autopsia que se considerada esencial después de un homicidio, ya sea éste justificado o no, – un acto que predeciblemente provocó tanto ira como escepticismo en buena parte del mundo musulmán.
Como señala la información de The Atlantic, “la abierta decisión de matar a bin Laden fue la ilustración más clara hasta la fecha de un aspecto poco señalado de la política anti-terrorista de Obama. La administración Bush capturó a miles de combatientes sospechosos y los mandó a campos de detención en Afganistán, Irak y la Bahía de Guantánamo. La administración Obama, en cambio, se ha centrado en eliminar terroristas de manera individual más que intentar capturarlos vivos.” Eso es una diferencia significativa entre Bush y Obama. Los autores citaron al ex-canciller de Alemania Occidental, Helmut Schmidt, quien “dijo a la televisión alemana que el asalto fue ‘una violación bastante clara del derecho internacional’ y que bin Laden debería haber sido detenido y llevado a juicio,” comparando a Schmidt con el Fiscal General de EEUU Eric Holder, quien “defendió la decisión de matar a bin Laden aunque no supusiera una amenaza inmediata para los Navy SEALs, diciéndole el martes al Comité de la Cámara que el asalto había sido ‘legal, legítimo y apropiado como quiera que se viera’.”
Deshacerse del cadáver sin hacerle una autopsia también fue criticado por los aliados. El muy reputado abogado británico Geoffrey Robertson, que apoyó la intervención y se opuso a la ejecución en gran parte por cuestiones pragmáticas, describió sin embargo la aseveración de Obama de que “se había hecho justicia” como una “absurdez” que debería haber sido obvia para un antiguo profesor de derecho constitucional (http://www.thedailybeast.com/blogs-and-stories/2011-05-03/osama-bin-laden-death-why-he-should-have-been-captured-not-killed/). La ley de Paquistán “requiere que una investigación judicial tras una muerte violenta, y la ley internacional en materia de derechos humanos insiste en que el ‘derecho a la vida’ comporta una investigación dondequiera que una muerte violenta tenga lugar como consecuencia de acciones atribuibles al gobierno o a la policía. EEUU está por tanto bajo el deber de realizar una investigación que satisfaga al mundo sobre las verdaderas circunstancias de este homicidio.” Robertson añade que “La ley permite disparar a los criminales en defensa propia si ellos (o sus cómplices) se resisten a ser arrestados de manera que pongan en peligro a aquellos que se esfuerzan en aprehenderlos. De ser posible, se les debería dar la oportunidad de rendirse, pero incluso si no saliesen con las manos en alto, deben ser apresados vivos si se puede conseguir sin riesgo. Por tanto la forma exacta en la que se ‘disparó a la cabeza’ de bin Laden (especialmente si se le disparó en la nuca, a modo de ejecución) requiere una explicación. ¿Por qué un precipitado ‘entierro en el mar’ sin una autopsia, tal y como la ley exige?”
Robertson atribuye el asesinato a “la obsesiva creencia americana en la pena capital –única entre las naciones avanzadas- reflejado en el regocijo por la manera en la que falleció bin Laden.” Por ejemplo, el columnista de The Nation Eric Alterman escribe que “matar a bin Laden fue una tarea justa y necesaria.”
Robertson nos suele recordar que “No siempre fue así. Cuando llegó el momento de considerar el destino de hombres mucho más impregnados de maldad que Osama bin Laden –por ejemplo los líderes nazis – el gobierno británico quería ahorcarlos a las seis horas de haberlos capturado. El Presidente Truman se opuso, citando el dictamen del juez Robert Jackson de que la ejecución sumaria ‘no caería bien en la conciencia americana ni sería recordada con orgullo por nuestros hijos… el único camino es determinar la inocencia o culpabilidad del acusado tras una audiencia tan desapasionada como fuera posible y dejando un registro claro con nuestras razones y motivos’.”
Los redactores del Daily Beast comentan que “la alegría es comprensible, pero para mucha gente de fuera, resulta poco atractivo. Respalda lo que cada vez más parece un asesinato a sangre fría mientras la Casa Blanca se ve ahora forzada a admitir que Osama bin Laden estaba desarmado cuando recibió dos disparos en la cabeza.”
En sociedades que profesan un cierto respecto por la ley, a los sospechosos se les aprehende y se les conduce a un juicio justo. Subrayo “sospechosos”. En abril de 2002, el jefe del FBI, Robert Mueller, en lo que el Washington Post describió como “su comentario público más detallado sobre el origen de los ataques,” tan solo pudo decir que “los investigadores creían en la idea de que los ataques del 11-S al World Trade Center y al Pentágono, venían de los líderes de al Qaeda en Afganistán, el plan de verdad se hizo en Alemania, y la financiación vino a través de los Emiratos Árabes Unidos desde fuentes en Afganistán… Creemos que los cerebros estaban en Afganistán, en los altos líderes de al Qaeda.” Lo que el FBI creía y pensaba en 2002 no lo sabía 8 meses antes, cuando Washington rechazó tentativas ofertas de los talibanes (como de serias, no lo sabemos) para extraditar a bin Laden si se les ofrecían pruebas. De manera que no es cierto, tal y como el Presidente Obama afirmó en su discurso de la Casa Blanca, que “Rápidamente nos enteramos de que los ataques del 11-S fueron obra de al Qaeda.”
Nunca ha habido razones para dudar de lo que el FBI creía a mediados de 2002, pero ello nos sitúa muy lejos de la prueba de culpabilidad que se exige en las sociedades civilizadas –y cualquiera que pudiera ser la prueba, no justifica el asesinato de un sospechoso que podría, parece ser, haber sido fácilmente aprehendido y llevado a juicio. Lo mismo se puede decir para las pruebas que se han presentado desde entonces. Así la Comisión del 11-S proporcionó una gran cantidad de pruebas circunstanciales del papel de bin Laden en el 11-S, basándose fundamentalmente en lo que los prisioneros de Guantánamo habían dicho en sus confesiones. Es dudoso que algo de esto se hubiera podido sostener ante un tribunal independiente, teniendo en cuenta las formas en la que se obtuvieron las confesiones. Pero en cualquier caso, las conclusiones de una investigación autorizada por el Congreso, por muy convincentes que uno las pueda encontrar, quedan muy por debajo de la sentencia de un tribunal creíble, que es lo que hace cambiar la categoría de un acusado de sospechoso a culpable. Se ha hablado mucho de la “confesión” de bin Laden, pero eso era una fanfarronería, no una confesión, con tanta credibilidad como mi “confesión” de que gané la maratón de Boston. La fanfarronería nos dice bastante de su carácter, pero nada sobre su responsabilidad por lo que él considera como un gran logro, cuyos puntos le gustaría apuntarse. Y muy claramente de nuevo, todo esto de manera independiente al juicio que uno pueda tener sobre su responsabilidad, la cual parecía clara inmediatamente, incluso antes de la investigación del FBI, y todavía lo parece.
Merece la pena añadir que la responsabilidad de bin Laden fue reconocida, y condenada, en buena parte del mundo musulmán. Un ejemplo significativo es el distinguido clérigo libanés Sheikh Fadlallah, por lo general muy respetado por los grupos de Hezbolá y Shia, fuera de Líbano también. Él también había sido objetivo de asesinato: de un camión bomba fuera de una mezquita, en una operación organizada por la CIA en 1985. Él escapó, pero otros 80 murieron, la mayoría mujeres y niñas, al salir de la mezquita –uno de esos innumerables crímenes que no entran en los anales del terror por culpa de la falacia de “la agencia equivocada.” Sheikh Fadlallah condenó con dureza los ataques del 11-S, como hicieron otros líderes del mundo musulmán, incluso dentro del movimiento yihadista. Entre otros el jefe de Hezbolá, Sayyid Hassan Nasrallah, condenó con dureza a bin Laden y la ideología yihadista.
Uno de los mayores especialistas en el movimiento yihadista, Fawaz Gerges, señala que por aquel entonces el movimiento se podría haber escindido y EEUU podría haber aprovechado la oportunidad en vez de movilizar al movimiento, particularmente con el ataque a Irak, una bendición para bin Laden, que condujo a un súbito incremento del terror, tal y como las agencias de inteligencia habían anticipado. Esta conclusión se confirmó por el antiguo jefe de la agencia doméstica de inteligencia británica, el MI5, en las audiencias de Chilcot que investigaban el trasfondo para la guerra. Confirmando otros análisis, ella testificó que ambas inteligencias, la británica y la estadounidense, eran conscientes de que Saddam no suponía una seria amenaza y que la invasión probablemente aumentaría el terror; y que las invasiones de Irak y Afganistán habían radicalizado a partes de una generación de musulmanes que habían visto las acciones militares como un “ataque al islam.” Como suele ser el caso, la seguridad no fue una gran prioridad cuando el estado tomaba una acción.
Podría ser instructivo preguntarnos a nosotros mismos si comandos iraquíes hubiesen aterrizado en el complejo residencial de George W. Bush, le hubiesen asesinado, y hubiesen lanzado su cuerpo al Atlántico (tras los oportunos ritos funerarios, por supuesto). No hay duda de que él no es un “sospechoso” sino “el que decidió” dar las ordenes para invadir Irak, -es decir, el que cometió “el supremo crimen internacional, que difiere solo de otros crímenes de guerra en que contiene en sí mismo el mal acumulado del conjunto” (citando al Tribunal de Núremberg) por el cual se ahorcó a los criminales nazis: en Irak, los cientos de miles de muertos, millones de refugiados, la destrucción de gran parte del país, y el encarnizado conflicto sectario que ahora se ha propagado al resto de la región. Tampoco cabe ninguna duda, de que estos crímenes excedieron con creces cualquiera de las cosas que se le atribuyen a bin Laden.
Decir que todo esto está fuera de toda duda, que lo está, no implica que no se niegue. La existencia de gente que dice que la Tierra es plana no cambia el hecho de que, sin lugar a dudas, la Tierra no es plana. Similarmente, no hay duda de que Hitler y Stalin fueron responsables de crímenes horrendos, aunque sus partidarios lo nieguen. De nuevo, todo esto debería ser demasiado obvio para comentarlo, y lo sería, excepto en una atmósfera de histeria tan extrema que bloquease el pensamiento racional.
Similarmente, no hay duda de que Bush y sus socios cometieron el “supremo crimen internacional”, el crimen de agresión, al menos si nos tomamos al Tribunal de Núremberg en serio. El crimen de agresión fue definido con suficiente claridad por el juez Robert Jackson, fiscal jefe de los EEUU en Núremberg, y reiterado en una resolución oficial de la Asamblea General. Un “agresor”, Jackson propuso al tribunal en su discurso de apertura, es un estado que es el primero en cometer tales acciones como “la invasión armada, mediando declaración de guerra o no, del territorio de otro estado…” Nadie, ni siquiera el más extremo partidario de la agresión, niega que Bush y sus socios hayan hecho precisamente eso.
Haríamos bien en recordar las elocuentes palabras de Jackson en Núremberg sobre el principio de universalidad: “Si ciertas contravenciones de tratados son constitutivas de delito, lo son tanto si lo hace EEUU como si lo hace Alemania, y no estamos preparados para crear una legislación penal que juzgue conductas delictivas de otros que no estemos dispuestos a invocar contra nosotros mismos”. Y en otra parte: “”No debemos olvidar que la vara con la que juzgamos hoy a estos acusados es la vara con la cual la historia nos juzgará mañana. Pasar a estos acusados un cáliz envenenado es poner este cáliz en nuestros propios labios.
También está claro que las intenciones alegadas son irrelevantes. Los fascistas japoneses aparentemente creían que arrasando China estaban trabajando para convertirla en un “paraíso terrenal.” No sabemos si Hitler creía estar defendiendo a Alemania del “terror salvaje” de los polacos, o se apoderó de Checoslovaquia para proteger a su población del conflicto étnico y otorgarles el beneficio de una cultura superior, o estaba salvando la gloria de de la civilización griega de los bárbaros del Este y del Oeste, como sus acólitos proclamaban (Martin Heidegger). Incluso es concebible que Bush y compañía creyesen que estaban protegiendo al mundo de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. Todo eso es irrelevante, aunque fervientes partidarios de todos ellos puedan intentar convencerse a sí mismos de lo contrario.
Nos quedan dos opciones. O Bush y sus socios son culpables del “supremo crimen internacional” incluyendo todos los males que se desprenden del mismo, crímenes que van más allá de lo que se le atribuye a bin Laden; o sino declaramos que los procesos de Núremberg eran una farsa y que los aliados fueron culpables de un crimen judicial. Y repito, esto es totalmente independiente de la cuestión sobre la culpabilidad de los acusados: ya sea la comprobada por el tribunal de Núremberg en el caso de los criminales nazis, o la presumiblemente asumida desde el principio en el caso de bin Laden.
Unos pocos días antes del asesinato de bin Laden, Orlando Bosh murió plácidamente en Florida, donde residía junto con su cómplice terrorista Luís Posada Carriles, y muchos otro más. Bosh, tras ser acusado por el FBI de docenas de crímenes terroristas, se le otorgó un perdón presidencial gracias a Bush y en contra de las objeciones del Departamento de Justicia, que llegó a la conclusión “inexorable de que sería perjudicial para el interés público de EEUU ofrecerle un refugio seguro a Bosh.” La coincidencia de las muertes en el tiempo nos trae a la memoria la doctrina de Bush II, que “ya se ha convertido en una regla de facto en las relaciones internacionales,” según el célebre especialista en relaciones internacionales de Harvard Graham Allison. La doctrina “revoca la soberanía de los estados que son un santuario para los terroristas,” escribe Allison, refiriéndose a la declaración de Bush II de que “aquellos que dan cobijo a los terroristas son tan culpables como los mismos terroristas,” dirigida a los talibanes. Tales estados, han perdido su soberanía y pueden convertirse en objetivo de las bombas y del terror; por ejemplo, el estado que le dio cobijo a Bosh y a su socio – por no mencionar otros candidatos más significativos. Cuando Bush soltó esa nueva “regla de facto de relaciones internacionales” nadie pareció darse cuenta de que estaba llamando a la invasión y destrucción de EEUU y asesinar a sus criminales presidentes.
Nada de esto es problemático, por supuesto, si rechazamos el principio de universalidad del juez Jackson, y adoptamos a cambio el principio de que EEUU se ha auto-inmunizado contra el derecho internacional y las convenciones –algo que por cierto, el gobierno frecuentemente ya ha dejado muy claro, un hecho importante, que sin embargo ha sido muy poco comprendido.
También merece la pena recapacitar sobre el nombre dado a la operación: Operación Gerónimo. La mentalidad imperial está tan arraigada que pocos parecen capaces de percibir que la Casa Blanca está glorificando a bin Laden llamándole “Gerónimo” –el líder de la valerosa resistencia frente a los invasores que buscaban confinar su pueblo al destino de “esa infortunada raza de americanos nativos, a quienes estamos exterminando con tanta pérfida y despiadada crueldad, en uno de los atroces pecados de esta nación, por los cuales creo que Dios algún día nos pedirá cuentas,” según las palabras del gran estratega John Quincy Adams, el arquitecto intelectual del destino manifiesto, mucho después de que sus propias contribuciones a estos pecados se quedaran en el pasado. Algunos, no sorprendentemente, pueden comprenderlo. Lo que quedó de esa infortunada raza protestó enérgicamente. La elección de los nombres es una reminiscencia de la facilidad con la que bautizamos nuestras armas asesinas según las víctimas de nuestros crímenes: Apache, Blackhawk, Tomahawk,… Podríamos reaccionar de manera diferente si la Luftwaffe llamara a sus aviones de combate “Judío” o “Gitano”.
Los ejemplos mencionados caerían bajo la categoría del “excepcionalismo americano,” si no fuera por el hecho de que la fácil supresión de los propios crímenes es algo prácticamente ubicuo entre los estados poderosos, al menos entre los que no son derrotados y forzados a reconocer la realidad. Otros ejemplos actuales son demasiado numerosos como para ser mencionados. Por coger tan solo uno, de gran significancia en la actualidad, consideremos las armas de terror de Obama (aviones no tripulados) en Pakistán. Supongamos que durante los años 80, cuando estaban ocupando Afganistán, los rusos hubiesen llevado a cabo operaciones de asesinato en Pakistán contra aquellos que estaban financiando, armando y entrenando insurgentes –de manera bastante orgullosa y sin tapujos. Por ejemplo, contra el jefe de la base de la CIA en Islamabad, quien explicó que “amaba” el “noble propósito” de su misión: “matar soldados soviéticos… no liberar Afganistán.” No hay necesidad de imaginar la reacción, pero hay una diferencia crucial: entonces eran ellos, y ahora somos nosotros.
¿Cuáles son las consecuencias más probables de la muerte de bin Laden? Para el mundo árabe, significará probablemente poco. Su presencia se ha ido difuminando en el tiempo, y desde hace pocos meses fue eclipsado por la Primavera Árabe. Su significancia en el mundo árabe fue captada por el titular del New York Times en un artículo de opinión del especialista en Oriente Medio y al Qaeda Gilles Kepel; “Bin Laden ya estaba muerto.” Kepel escribe que a poca gente del mundo árabe le va a importar. Ese titular se podría haber sacado mucho antes, si EEUU no hubiera movilizado al movimiento yihadista con los ataques contra Afganistán e Irak, tal y como sugirieron las agencias de inteligencia y los entendidos. En cuanto al movimiento yihadista, dentro del cual bin Laden era un símbolo dudosamente venerado, parece ser que no jugaba un papel mucho más importante que esta “red de redes,” como los analistas la llaman, que lleva la mayoría de sus operaciones de manera independiente.
Las consecuencias más inmediatas y significativas probablemente sucedan en Pakistán. Se habla mucho sobre el enojo de Washington por el hecho de que Pakistán no entregase a bin Laden. Mucho menos se habla sobre la furia en Pakistán por el hecho de que EEUU invadiera su territorio para cometer un asesinato político. El fervor anti-americano ya había alcanzado cotas muy altas, y estos sucesos probablemente lo incrementen aún más.
Pakistán es el país más peligroso del mundo, y también el que ve crecer su poder nuclear a mayor velocidad, con un gigantesco arsenal. Y se mantiene unido por una institución estable, el ejército. Uno de los destacados especialistas en Pakistán y su ejército, Anatol Lieven, escribe que “si alguna vez EEUU pusiera a los soldados pakistaníes en una posición en la que ellos sintieran que es una cuestión de honor y patriotismo luchar contra EEUU, muchos lo harían muy gustosamente.” Y si Pakistán colapsara, un “resultado absolutamente inevitable sería el trasvase de un gran número de ex-soldados muy bien entrenados, incluyendo ingenieros y expertos en explosivos, hacia grupos extremistas.” La principal amenaza que él ve es la fuga de material fisible hacia manos yihadistas, una eventualidad horrorosa.
El ejército paquistaní ya ha sido empujado hasta el límite por los ataques de EEUU la soberanía paquistaní. Un factor son los ataques con aviones no tripulados en Pakistán que Obama intensificó inmediatamente después de matar a bin Laden, arrojando sal en la herida. Pero hay más, incluyendo la exigencia de que el ejército paquistaní colaborase en la guerra estadounidense contra los talibanes afganos, a la que una abrumadora mayoría de paquistaníes, incluido el ejército, consideran una guerra justa de resistencia contra un ejército invasor, según Lieven.
La operación de bin Laden podría haber sido la chispa que provocó un gran incendio, con funestas consecuencias, particularmente si la fuerza invasora había sido compelida a abrirse camino hasta la salida, como se anticipó. Quizás el asesinato fue percibido como un “acto de venganza,” según concluye Robertson. Cualquiera que fuera el motivo, difícilmente habría podido ser la seguridad. Al igual que en el caso del “supremo crimen internacional” en Irak, el asesinato de bin Laden muestra que la seguridad usualmente no es una alta prioridad cuando el estado actúa, contrariamente a la doctrina comúnmente aceptada.
Hay mucho más que decir, pero incluso los hechos más obvios y elementales deberían darnos mucho que pensar.
Fuente: http://www.zcommunications.org/there-is-much-more-to-say-by-noam-chomsky
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